LIC. DANILO MARTINEZ
Masaya diecinueve de julio del dos mil trece.
Nuestra supra norma, en su arto.
34.4 garantiza a todo procesado su intervención y defensa desde el inicio del
proceso y a disponer del tiempo y medios adecuados para su defensa.
La defensa, es el derecho a
oponerse, a excepcionar, a reclamar la tutela efectiva, a incidentar, a
sostener posiciones contrarias a las del órgano acusador, a impugnar las decisiones
judiciales que considere injustas.
Y se clasifica en Defensa
Material, Defensa Técnica, Defensa Publica y de Oficio, pero debemos diferenciar siempre la
defensa formal (en la norma) de la defensa real o efectiva (la aplicación de la
norma)
El derecho a la defensa se
remonta desde los inicios de la humanidad, pero es la Declaración de Virginia,
La declaración de los derechos y deberes del Hombre, la Declaración Universal
de los derechos Humanos, El Convenio de Roma, el Pacto de Nueva York, y el
Pacto de San José, entre otros instrumentos internacionales, los que recogen
este derecho universal, esencial al ser humano.
Nadie puede ser vencido sin ser
oído. Y esto no significa solo ser escuchado, si no obtener una respuesta del juzgador,
alrededor de lo escuchado. Ser oído sin obtener respuesta es un diálogo de sordos.
Y esto es precisamente lo que sucede con la ley 779, donde el proceso se ha
convertido en una farsa jurídica, donde se presentan acusaciones relacionando
hechos prescritos de quince , veinte o más años, donde se abandona el derecho
penal de acción para implantar nuevamente el derecho penal de autor; una ley
que ha resucitado las vetustas teorías lombrosianas. Una ley que condena al
hombre por quien es, no por lo que hace. Un proceso, donde la palabra de la
mujer es incuestionable, indubitable, irrefragable, elevada a verdad jurídica.
Un proceso donde, si la víctima no quiere llegar a juicio o no quiere
continuar, se sustituye su declaración, con la declaración de peritos
sicólogos, trabajadores sociales e investigadores policiales, quienes incorporan
la declaración de la víctima, asignándole a estas declaraciones la veracidad y
autenticidad de las palabras de la víctima.
El derecho a ser oído, implica no solamente
intervenir en las audiencias, sino intervenir en su defensa en las
investigaciones policiales, aportando pruebas a su favor, deducir medios de
defensa, hacer uso de la palabra al final de los debates, interponer los
recursos que ofrece la ley.
Así pues el Derecho a la defensa
engloba los siguientes componentes. El derecho irrenunciable a un defensor, y a comunicarse
libremente con él. El Derecho al conocimiento de la Acusación, para no hacer imposible
una defensa efectiva. Derecho de audiencia al procesado y obtener respuesta.
Derecho a la contradicción procesal. Derecho a la Igualdad procesal, lo que
también se conoce como igualdad de armas, para no estar frente a una
imparcialidad judicial que aparece solo como virtud moral abstracta, pero que
se encuentra “sensibilizada “con la víctima. Derecho a la defensa material o
sea la autodefensa, para lo cual debe entender de qué se le acusa. Derecho a
una defensa técnica u oficial. Derecho a usar y proponer medios de prueba,
aunque la carga de la prueba recae sobre
quien acusa. Derecho a no auto incriminarse. Derecho a no ser torturado,
o sea a la incoerciibilidad como medio de obtención de prueba.
Pero para materializar este
derecho a la defensa, debe garantizarse a través de las leyes, una cultura
adversarial que sustituya la cultura
inquisitorial, tan arraigada en nuestros operadores del sistema judicial. La cultura
inquisitorial, es partidaria de no permitir una libre comunicación con el
defensor antes de haber dado su primer testimonio ante la policía nacional, de
otorgarle a las autoridades administrativas ( en el caso de la ley 779, a los
jefes departamentales de la policía nacional, jefas de la comisaria y a los
fiscales) la potestad de afectar, derechos constitucionales como la libertad,
la propiedad, la privacidad, la libertad ambulatoria, la expulsión de su hogar,
la suspensión de relaciones padre hijo, que se concretizan en las famosas
medidas precautelares, que son tomadas sin derecho del reo a ser oído en
audiencia por la autoridad competente.
El sistema inquisitorio, no permite medida alternativa que no sea prisión, lo
cual dificulta enormemente a los reos de la ley 779, buscar y ofrecer los
medios de prueba que esclarezcan los hechos.
El sistema inquisitorio, no permite que sea el pueblo, a través del
Jurado, el que presencie y valore las pruebas para administrar justicia, y es
partidario de que sean jueces técnicos, los juzgadores, como es el caso de los
jueces de excepción de la ley 779, sencillamente porque es más fácil contar con
la lealtad de jueces a las políticas criminales del Estado, que con la lealtad
de los jurados, donde los ciudadanos administran verdadera justicia.
En fin el sistema inquisitorial,
toma cada vez más decisiones fuera de las audiencias públicas y
contradictorias. Obstaculiza y dificulta el ejercicio de la defensa y busca la
confesión del reo a cualquier precio, aun violándole sus derechos
constitucionales.
Es evidente que la ley 779, es más
coherente con un sistema inquisitorial que con un modelo acusatorio. Esta
nefasta ley, encapsula a los jueces su forma de pensar, le reduce las opciones
a decidir, y lo predispone por una “sensibilidad “a ser una maquina depredadora
de hombres y de familias.
Definitivamente la ley 779 viola
el principio de defensa, pues la ley anula el valor probatorio de cualquier
prueba incorporada a favor del hombre.
Los esfuerzos de los defensores públicos
o privados son infructuosos e inútiles frente a una ley, que trata de forma
desigual sustantiva y procesalmente al hombre.
En tantos las feministas
radicales, subvencionadas desde el extranjero para obtener más hombres
condenados, atacan a los abogados que defienden a los hombres, los tildan de
machistas, de anticuados. Gritan que al no haber mediación se nos acabó el
negocio. Y otros ditirambos que solo revelan el desconocimiento de la sagrada
misión de un defensor, sea privado o público, quien solo debe lealtad al
acusado y no al sistema judicial ni a la carrera judicial, pues por el simple hecho de enfrentar al
Estado, el reo se encuentra en una situación de desgracia y tragedia humana.
Necesitamos una ley que proteja a
los más vulnerables en el ámbito doméstico y familiar, pero una ley que
garantice el derecho a la defensa, para asegurarnos que no se llenarán los
establecimientos carcelarios de inocentes, mientras los delincuentes deambulan por
las calles. Por esto debe ser derogada la ley 779.
El autor es abogado y Pdte. De la
Asociación Democrática de Abogados de Nicaragua.